martes, 15 de diciembre de 2020

Hallazgos científicos acerca de las razones por las que engordamos y cómo adelgazar

 

La compleja fórmula de la pérdida de peso

Tras dos décadas de investigación, se demuestra que para adelgazar no solo importan las calorías que consumimos. También influyen la composición y el grado de procesamiento de los alimentos, entre otros factores.


EN SÍNTESIS

Durante años, los nutricionistas han creído que todas las calorías son en esencia iguales a la hora de ganar o perder peso, y que la dieta y el ejercicio previenen con igual eficacia la obesidad.

Se han confirmado algunas excepciones importantes a esa regla general, gracias a la información meticulosamente recopilada por los científicos a lo largo de las últimas dos décadas.

La composición de la comida, en proteínas y fibra, resulta ser casi tan importante como la cantidad que se consume. En la práctica, el ejercicio tiene un efecto menor de lo que se había previsto.

Estos nuevos y detallados hallazgos sobre por qué engordamos y cuál es el mejor modo de adelgazar podrían suponer una enorme ayuda en la batalla contra el peso excesivo.



La epidemia global de obesidad es uno de los mayores retos de salud a los que se enfrenta la humanidad. Unos 600 millones de personas, un 13 por ciento de los adultos del mundo, eran obesos en 2014, una cifra que había aumentado más del doble desde 1980. Un 37 por ciento de los adultos estadounidenses son obesos en la actualidad, y un 34 por ciento adicional muestra sobrepeso. De persistir esta tendencia, los expertos en salud estiman que para el 2030 la mitad de la población será obesa en ese país.

Si las dietas, los programas de telerrealidad o la fuerza de voluntad surtieran efecto de verdad, ya se habría producido un punto de inflexión. La obesidad (entendida como un exceso de grasa corporal y definida por un peso igual o superior al 120 por ciento del peso ideal) resulta demasiado compleja para resolverla con apaños rápidos. No es fácil determinar por qué comemos lo que comemos, cómo controla el cuerpo su peso ni cómo lograr que la gente modifique sus hábitos de vida poco saludables. Nuestro laboratorio ha invertido las últimas dos décadas en intentar desarrollar, con el mayor rigor científico posible, métodos más efectivos para combatir la obesidad y mantener un peso saludable.

Una buena parte de nuestro trabajo ha puesto en entredicho dogmas universales y ha abierto las puertas hacia enfoques nuevos. De entrada, hemos demostrado que el ejercicio físico no resulta primordial cuando queremos adelgazar, si bien tiene numerosos beneficios en nuestra salud, entre ellos contribuir a mantener un peso adecuado. Tal como numerosos expertos sospechaban, y tal como nuestro grupo y otros han demostrado, el tipo y la cantidad de los alimentos ingeridos resultan mucho más importantes a la hora de desprendernos de algunos kilos. Nuestras investigaciones han profundizado más en el tema y han revelado que distintas personas adelgazan de forma más efectiva con diferentes alimentos. Ello nos permite crear planes personalizados para perder peso, mucho más eficaces que el uso de programas estándar pensados para todo el mundo.

Creemos que este nuevo enfoque podría mejorar la salud de millones de personas en todo el planeta. La obesidad aumenta el riesgo de las principales enfermedades no transmisibles, como la diabetes de tipo 2, la cardiopatía, el ictus y varios tipos de cáncer, y llega a reducir hasta en 14 años la esperanza de vida de una persona. Los estudios demuestran que el exceso de peso también merma la capacidad del organismo para combatir las infecciones, así como para dormir y envejecer bien, entre otros aspectos. Resulta imperativo averiguar el modo de atajar esta epidemia.

Uso eficiente de las calorías

Para adelgazar solo hay que aplicar una sencilla fórmula: quemar más calorías de las que consumimos. Durante décadas, los expertos creían que no era muy importante cómo se lograba ese déficit: mientras se obtuvieran los nutrientes adecuados, se podía perder peso con cualquier combinación de aumento del ejercicio y reducción de la ingesta. Esta premisa se desmorona cuando se intenta trasladar a la vida real, porque no tiene en cuenta ni la fisiología ni la psicología humanas. Así, averiguar esos detalles y proponer un método basado en datos científicos para controlar el peso ha llevado más tiempo y ha requerido un grupo más amplio de expertos de lo que nadie había esperado.

El primer paso, a principios de los años noventa, consistió en resolver una cuestión básica: ¿cuánta energía necesita en promedio el organismo humano para funcionar? Esta sencilla pregunta no tiene fácil respuesta. Las personas obtienen energía de la comida, cierto. Pero, para emplearla como combustible, esa comida debe ser metabolizada o procesada. El oxígeno que respiramos ayuda a quemar ese combustible, y el excedente se almacena en el hígado en forma de glucógeno (un tipo de hidrato de carbono) o de grasa. Cuando el hígado está saturado, el exceso se almacena en adipocitos (células grasas) de otras partes del cuerpo. Además, como consecuencia del metabolismo se generan dióxido de carbono que eliminamos al exhalar y otros productos de desecho que se expulsan a través de la orina y las heces. Este proceso es más o menos eficiente según la persona y, en un mismo sujeto, según las circunstancias.

Durante tiempo, la mejor manera de calcular el consumo energético de una persona consistía en mantenerla dos semanas en un laboratorio especializado como el nuestro, donde los investigadores medían todo lo que el sujeto comía y la evolución de su peso. Otra forma se basaba en encerrar a voluntarios en unas cámaras selladas, denominadas calorímetros, y medir el oxígeno que respiraban y el dióxido de carbono que exhalaban. De este modo, se determinaban los requisitos energéticos básicos del organismo. Como es obvio, ninguno de estos métodos resulta muy práctico ni logra reproducir las condiciones normales del día a día.

El uso de agua con marcaje doble representa una técnica mucho más sencilla. El agua contiene mínimas cantidades de dos isótopos inofensivos, no radiactivos: el deuterio (2H) y el oxígeno 18 (18O). En el intervalo de entre una y dos semanas tras haber bebido esta agua, se excreta en la orina la totalidad del deuterio y parte del oxígeno 18 (el resto de este último se exhala como dióxido de carbono). A partir de muestras de orina, los investigadores comparan a qué velocidad se eliminan los isótopos del cuerpo durante ese tiempo. Con estos datos, calculan la cantidad de calorías que quema un individuo sin interrumpir sus actividades diarias normales.

El método fue desarrollado en los años cincuenta, pero resultaba muy caro para emplear en humanos. Aunque en los ochenta los precios bajaron y la técnica se mejoró, en ocasiones aún tuvimos que pagar hasta 2000 dólares para realizar una única medida. Como consecuencia, tardamos más de veinte años en recopilar suficientes datos y averiguar cuánta energía necesita el organismo para evitar la pérdida o el aumento de peso.

Gracias a esos experimentos, realizados por nosotros y por otros equipos, determinamos que los humanos no necesitamos demasiadas calorías para estar activos y sanos. Cualquier consumo de más deriva en un aumento de peso. En este aspecto somos muy similares a otros primates, como los chimpancés y los orangutanes. Un varón adulto de peso adecuado y estatura media que viva en EE.UU. necesita unas 2500 kilocalorías al día para mantener su peso, mientras que una mujer no obesa precisa solo unas 2000. (Los hombres tienden a consumir más calorías porque en promedio poseen un cuerpo más voluminoso y mayor masa muscular.)

Sin embargo, estudios llevados a cabo con otras especies, como el ciervo rojo (Cervus elapus, con un peso medio de 100 kilos en hembras de 6 años, según un experimento) y las focas grises (Halichoerus grypus, de 120 kilos, según datos de tres hembras adultas), demostraron que para mantener su tamaño necesitaban hasta dos y tres veces más calorías por kilogramo de peso corporal que los primates.

Resulta tentador suponer que los estadounidenses requieren pocas calorías porque sus vidas son más sedentarias, pero hay pruebas de que incluso las poblaciones indígenas que llevan una vida muy activa precisan cantidades similares. Herman Pontzer, del Colegio Hunter, y sus colaboradores midieron los requisitos energéticos en un grupo de cazadores de la población hadza del norte de Tanzania. Descubrieron que los hombres necesitaban 2649 kilocalorías de media al día. Las mujeres, que, como los hombres, eran más pequeñas que sus homónimas en otras regiones, necesitaban solo 1877. Otro estudio con población indígena yakut en Siberia midió necesidades de 3103 kilocalorías en los hombres y de 2299 en las mujeres. Hombres y mujeres de los aymara, del altiplano andino, requerían, respectivamente, 2653 y 2342 kilocalorías.

Aunque nuestras necesidades energéticas no han cambiado, datos del Gobierno de EE.UU. indican que los habitantes del país consumen hoy en promedio unas 500 kilocalorías más al día (el equivalente de un sándwich de pollo o dos tacos de ternera en un restaurante de comida rápida) que en los años setenta. Un exceso de solo entre 50 y 100 kilocalorías al día (una o dos galletas) puede llevar a una ganancia de peso de entre uno y tres kilos en un año, lo que supone entre 10 y 30 kilos de más al final de una década. ¿Es de extrañar, entonces, que tantos presentemos sobrepeso u obesidad?

Calorías complejas

La fórmula para lograr un peso estable (no consumir más calorías de lo que precisa el cuerpo para conservar la temperatura, mantener el funcionamiento básico y realizar actividad física) es solo otra manera de decir que la primera ley de la termodinámica también se cumple en los sistemas biológicos: la cantidad total de energía que se incorpora a un sistema cerrado (en este caso, el cuerpo) es igual a la cantidad total gastada o almacenada. Pero esta ley no indica que el cuerpo deba usar la energía de todos los alimentos con la misma eficiencia. Esto nos lleva a la cuestión fundamental: ¿contribuyen todas las calorías de la misma manera a la ganancia de peso?

Los estudios en este campo todavía están en marcha, y para entender por qué ha llevado tanto tiempo obtener respuestas definitivas tenemos que remontarnos al final del año 1890, a una pequeña comunidad de Storrs, en Connecticut. Fue allí donde el químico Wilbur O. Atwater construyó el primer centro de los EE.UU. para la investigación de la producción y el consumo de comida. De hecho, fue Atwater el primero en demostrar que la primera ley de la termodinámica es aplicable a los humanos y al resto de los animales. (Algunos científicos de su época pensaban que los humanos podríamos hallarnos exentos.)

El diseño experimental de los laboratorios metabólicos ha cambiado muy poco desde los tiempos de Atwater. Para determinar cuánta energía obtiene un cuerpo de los tres componentes fundamentales de los alimentos (proteínas, grasas y carbohidratos), pidió a varios voluntarios varones que vivieran, de uno en uno, en un calorímetro durante varios días. En ese período, Atwater y sus colaboradores midieron todo lo que comía cada probando, además de en qué se convertía esa comida, desde el dióxido de carbono exhalado hasta las cantidades de nitrógeno, carbono y otros componentes expulsados en la orina y las heces. Al final, determinaron que el cuerpo humano puede extraer 4kilocalorías de cada gramo de proteínas y de carbohidratos y 9 kilocalorías de cada gramo de grasa. Estas cifras se conocen hoy en día como factores de Atwater.

Pero los alimentos no se presentan en forma de proteínas, grasas o carbohidratos puros. El salmón contiene proteínas y grasas; las manzanas, carbohidratos y fibra; la leche, grasas, proteínas, carbohidratos y mucha agua. Resulta que las propiedades físicas y la composición de la comida influyen más en la eficiencia con la que el cuerpo digiere y absorbe esas calorías de lo que se pensaba.

En 2012, David Baer, del Centro de Investigación de Nutrición Humana del Departamento de Agricultura de los EE.UU., en Maryland, demostró que el organismo es incapaz de extraer todas las calorías indicadas en la etiqueta nutricional de algunos frutos secos, en función de cómo están procesados. Las almendras crudas enteras, por ejemplo, son más difíciles de digerir de lo que hubiera pensado Atwater, de manera que solo obtenemos dos terceras partes de sus calorías. En cambio, podemos metabolizar todas las calorías de la crema de almendra.

También digerimos de forma menos eficiente los granos enteros, la avena y ciertos cereales ricos en fibra. En un estudio reciente comparamos qué sucedía con la ingesta de dietas ricas en cereales integrales, que incluían unos 30 gramos de fibra, frente a la alimentación más típica estadounidense, con la mitad de contenido en fibra. Detectamos una mayor pérdida de calorías en las heces y una aceleración del metabolismo. Estos dos aspectos juntos suponen una diferencia neta de casi 100 kilocalorías al día, lo que puede influir de forma sustancial en nuestro peso a lo largo de los años.

Nuestro grupo y otros han demostrado así que no todas las calorías son iguales, al menos por lo que respecta a los frutos secos y los cereales de alto contenido en fibra. A medida que aprendamos más sobre la eficiencia con la que el cuerpo digiere diferentes alimentos y cómo afectan a la tasa metabólica basal, iremos viendo otros ejemplos de estas disparidades, las cuales influyen en lo fácil o difícil que les resulta a las personas mantener el peso.

Gasto energético

Si en un lado de la ecuación del equilibrio energético tenemos lo que ingerimos, en el otro se halla el modo en que el cuerpo gasta esa energía. Los investigadores están descubriendo una enorme variabilidad en este aspecto también.

Uno de los consejos más frecuentes que reciben las personas que intentan adelgazar es que deben hacer más ejercicio. Sin duda, la actividad física contribuye a mantener en buen estado el corazón, el cerebro, los huesos y otras partes del organismo. Pero los cálculos más precisos realizados por nuestro grupo y otros demuestran que la actividad física solo contribuye a una tercera parte del gasto energético total del cuerpo (suponiendo que el peso corporal se mantiene estable). El metabolismo corporal basal, es decir, la energía que necesita para mantener sus funciones en estado de reposo, representa las otras dos terceras partes. Curiosamente, los órganos que más energía precisan son el cerebro y otros órganos internos, como el corazón y los riñones. La musculatura esquelética no necesita tanta, si bien un entrenamiento dirigido a ganar fuerza puede aumentar algo el metabolismo basal.

Además, como puede entender cualquiera que haya alcanzado la madurez, con el tiempo el metabolismo cambia. Los ancianos necesitan menos calorías para el mantenimiento del cuerpo que cuando eran jóvenes. A su vez, el metabolismo basal difiere de una persona a otra. Un estudio publicado en 1986 midió ese parámetro en 130 personas de 54 familias. Considerando las diferencias de edad, sexo y composición corporal, encontraron variaciones de hasta 500 kilocalorías al día entre las distintas familias. La ineludible conclusión es que, por lo que respecta al metabolismo basal y, por tanto, a la capacidad de perder peso o mantenerlo, la herencia familiar sí influye.

Vamos a suponer que hemos comenzado a adelgazar. La lógica dice que nuestro metabolismo basal y nuestros requisitos energéticos caerán a medida que nuestro cuerpo disminuya de tamaño, lo que implica que la pérdida de peso también se enlentecerá. Se trata de una pura cuestión de física, en la que se aplica la primera ley de la termodinámica. Pero, por otro lado, el organismo se halla sometido a las presiones de la evolución, que favorece a aquellos individuos que almacenan de forma más eficiente la energía. Así, los estudios demuestran que el metabolismo basal disminuye más de lo esperado en la fase activa de adelgazamiento. Una vez estabilizado el nuevo peso, el ejercicio puede ayudar a mantenerlo al compensar el menor gasto energético que tiene un cuerpo de menor tamaño.



FUENTES: DEPARTAMENTO DE AGRICULTURA DE EE.UU. BASES DE DATOS DE COMPOSICIÓN DE ALIMENTOS (datos de alimentos); «HIGH-PROTEIN WEIGHT-LOSS DIETS: ARE THEY SAFE AND DO THEY WORK? A REVIEW OF THE EXPERIMENTAL AND EPIDEMIOLOGIC DATA», POR JULIE EISENSTEIN ET AL., EN NUTRITION REVIEWS, VOL. 60, N.º 7, JULIO DE 2002 (datos del efecto térmico); HUMAN ENERGY REQUIREMENTS: REPORT OF A JOINT FAO/WHO/UNU EXPERT CONSULTATION. ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD, FAO Y UNIVERSIDAD DE LAS NACIONES UNIDAS, 2001 (datos del metabolismo basal); «HIGH GLYCEMIC INDEX FOODS, OVEREATING, AND OBESITY», POR DAVID S. LUDWIG ET AL. EN PEDIATRICS, VOL. 103, N.º 3, MARZO DE 1999 (datos del índice glucémico); BROWN BIRD DESIGN (ilustraciones), AMANDA MONTAÑEZ (gráficas)

Cerebros hambrientos

Además de las variaciones en los factores de Atwater y de la tasa metabólica, entran en juego otros aspectos. Un creciente número de pruebas demuestra que el cerebro desempeña un papel fundamental, al coordinar las señales procedentes de una variedad de sensores fisiológicos en el cuerpo, a la vez que nos avisa de la presencia de comida. El cerebro genera la sensación de hambre y tentación para asegurarse de que comamos.

En otras palabras, el objetivo del hambre ha sido siempre mantenernos con vida. Por eso no tiene sentido luchar a contracorriente. En lugar de ello, una de las claves para que adelgacemos consiste precisamente en evitar que surja el apetito y la tentación de comer.

Los estudios realizados en nuestro laboratorio y en otros demuestran que los alimentos más ricos en proteínas o fibra, o los que no producen picos bruscos de azúcar (glucosa) en la sangre, sacian más y controlan mejor la sensación de hambre. (Los carbohidratos son la fuente más común de glucosa en la sangre, pero las proteínas también la pueden generar.) Una revisión publicada por uno de nosotros (Roberts) en el 2000 indicaba que el consumo de calorías en las horas siguientes a un desayuno de alto índice glucémico (por ejemplo, a base de cereales procesados) era un 29 por ciento superior al que tenía lugar tras una comida con un índice glucémico bajo (a base de avena cortada o huevos revueltos).

De hecho, nuestro equipo ha obtenido datos preliminares que demuestran que puede reducirse el apetito mientras se adelgaza si se eligen los alimentos adecuados. Primero pedimos a 133 voluntarios que contestaran un exhaustivo cuestionario acerca de cada cuánto, cuándo y cuán intensamente sentían hambre. A continuación, los asignamos al azar a uno de dos grupos: en el primero seguían un programa de adelgazamiento a base de alimentos ricos en proteínas y fibra y con índices glucémicos bajos (pescado, judías, manzanas, verduras, pollo a la plancha y trigo en grano, por ejemplo); en el segundo, el grupo de control, se mantenían en «lista de espera».

A lo largo de los siguientes seis meses, el grupo experimental presentó niveles de apetito progresivamente menores y por debajo de los medidos al inicio del ensayo. También registramos diferencias en la báscula: al final del estudio habían perdido de media 8 kilos, mientras que los del grupo de control habían ganado 0,9 kilos.

De modo interesante, el grupo experimental presentó también menos episodios de ansiedad por la comida, lo que indica que su cerebro percibía de manera distinta lo que le resultaba placentero. A continuación obtuvimos neuroimágenes de 15 voluntarios mientras miraban fotografías de distintas comidas. Los resultados revelaron que, con el tiempo, el centro de recompensa del cerebro de los sujetos del grupo experimental se activaba cada vez más ante las imágenes de pollo a la plancha, bocadillos de trigo integral y cereales ricos en fibra. Además, cada vez respondía menos a las de patatas fritas, pollo frito, bombones y otras comidas que engordan.

Dietas personalizadas

Las diferencias entre alimentos en cuanto a su capacidad de saciar el apetito, la eficacia con la que los absorbemos y la posibilidad real, aunque limitada, de nuestro metabolismo para adaptarse a los cambios en el aporte energético convierten el control del peso en un proceso complejo. Seguimos detectando circunstancias especiales que afectan de distinto modo a diferentes personas. Se sabe, por ejemplo, que la mayoría de los sujetos obesos segregan concentraciones proporcionalmente mayores de insulina, la hormona que ayuda a metabolizar la glucosa. Este efecto, denominado resistencia a la insulina, también da lugar a otros problemas metabólicos, como un mayor riesgo de infarto de miocardio o de desarrollar diabetes de tipo 2. Cuando a estos sujetos los sometimos a un programa de adelgazamiento de seis meses de duración, a base de una dieta rica en proteínas y fibras, pobre en carbohidratos y de bajo índice glucémico,  constatamos que perdían más peso de lo que lo que hubieran hecho con una dieta rica en carbohidratos y con un índice glucémico más elevado. En cambio, las personas con niveles más bajos de insulina respondían igual de bien a dietas con mayor o menor proporción de proteínas y carbohidratos, e indistintamente del índice glucémico.

Hoy seguimos ayudando a nuestros voluntarios a perder peso y mantenerlo en ensayos clínicos. A pesar de que nuestro estudio original con 133 personas descrito antes duró seis meses y requirió que los participantes acudieran a reuniones semanales y contestaran a frecuentes correos electrónicos, solo un 11 por ciento abandonó el programa. Algunos incluso lloraron en la última visita del equipo de investigadores porque lamentaban despedirse. No solo habían adelgazado, sino que lo habían hecho más de lo esperado y se sentían transformados psicológicamente, además de físicamente. «La ciencia ha funcionado», fueron las palabras de uno de los participantes.

FUENTE: https://www.investigacionyciencia.es/revistas/investigacion-y-ciencia/es-mensurable-la-consciencia-724/la-compleja-frmula-de-la-prdida-de-peso-15945


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